Ante la crisis de representación

Octavio Rodríguez Araujo

El número de encuestas sobre las próximas elecciones se multiplica, como ha ocurrido desde algunos años conforme se acerca el momento en que los ciudadanos elegimos a nuestros representantes, sean en el Poder Ejecutivo o en el Legislativo. Ahora es el turno de la Cámara de Diputados y de otras elecciones locales que coinciden en la misma fecha.

Las encuestas conocidas nos hablan de alta abstención y de cierta inclinación al voto nulo. Ambas expresiones, que ciertamente pueden darse en julio, serían una demostración de que los partidos y sus candidatos han caído en descrédito. Pero también la llamada cámara baja, lo cual no sería una novedad.

Los diputados en México no han gozado de la simpatía de los ciudadanos desde, por lo menos… siempre. Hubo una época, si le creemos a Rudolph de la Garza en un viejo estudio sólo publicado en español parcialmente, en que los diputados cumplían también funciones de gestoría. Pero desde hace unos 40 años con trabajos son identificados en el distrito donde fueron electos, sin duda porque han hecho muy poco por sus electores, si acaso los han tomado en cuenta. Los diputados son, en conjunto, representantes de la nación, pero individualmente se deben, refiriéndome a los de mayoría relativa o uninominales, a quienes los llevaron a la Cámara. Los de representación proporcional o plurinominales, en cambio, se deben a negociaciones en la cúpula de sus partidos para lograr los primeros lugares en las listas que nos presentan en cada elección (tal vez esto explique por qué algunos precandidatos cambian de partido, pues no será lo mismo ocupar el lugar 15 en una lista que el tercero, por ejemplo).

No es exagerado decir que en México, y quizá en muchos otros países, los políticos y la política se han desprestigiado en años recientes, sobre todo a partir de que tanto izquierdas como derechas se corrieron a un conveniente centro donde han terminado por confundirse unos con otros. En el centro político, cuya característica principal es la ausencia de compromiso con una clase social concreta, todos los partidos se parecen y ofrecen más o menos lo mismo. El centro es, de alguna manera, la no definición y ésta, a su vez, la mejor forma de ganar más votos, pues es más incluyente que las propuestas más definidas, más comprometidas, más clasistas. Cualquier partido que quiera de veras ser competitivo en los tiempos actuales tendrá que ubicarse en el centro ideológico y político, es decir, en el poco o nulo compromiso con determinados sectores de la población.

Sin embargo, en lo anterior ocurre una paradoja: un partido de centro (izquierda o derecha) gana más votos que si fuera de izquierda o derecha radicales, pero pierde credibilidad, identificación del elector con él. Es probable que esto explique por qué los líderes han podido posicionarse por encima de los partidos y con más éxito que éstos.
La extensión de la paradoja mencionada tiene un resultado más o menos visible: cada vez menos ciudadanos se identifican con los partidos existentes, con los órganos de representación y con la política. Si A se parece a B y B se parece a C, ¿por qué votar? Y, si además, una vez que están en la Cámara o en el gobierno de un estado o en la presidencia de un municipio no hacen lo que prometieron en campaña ni lo que demanda la gente, menos interés por votar.

El problema es que si pocos votan y muchos se abstienen o anulan su voto en las casillas electorales, no cambian las cosas. Los que voten, sean los que sean, decidirán la composición de la Cámara o el gobierno de un estado o de un municipio. La representación en las democracias se gana con votos, con un voto más que los contrincantes. La legitimidad que otorgan las mayorías no les importa a los representantes o, en otra interpretación, las mayorías son las que ganan aunque sean menos que las mayorías que se abstienen. Así funcionan las reglas democráticas. Y, dicho sea de paso, la democracia no tiene la culpa de la pérdida de credibilidad de los partidos y de sus candidatos. Son éstos los culpables por no ofrecer en el discurso y en sus acciones suficientes atractivos para ganar realmente a las verdaderas mayorías y hacer de la democracia un ejercicio de auténtica participación popular. Bien decía Carlos Vilas que “la democracia representativa está relacionada penosamente con la participación social”, peor cuando los partidos poco hacen, si acaso, por incitar responsablemente tal participación de la sociedad. López Obrador lo está intentando arengando al pueblo y trasmitiendo su mensaje en su ya largo recorrido por todo el país, pero los partidos no han hecho lo mismo. ¿Pensarán los dirigentes de los partidos que es responsabilidad de la Secretaría de Educación Pública levantar y formar la conciencia política del pueblo? No lo creo, pero tampoco cumplen esta función, ni como partidos ni como representantes electos. ¡Y luego quieren que voten por ellos!

Lo que ahora está en juego en el ámbito federal no es la Presidencia sino la composición de la Cámara de Diputados. Hagamos todo lo posible por que el PAN, que en las encuestas está mal, pero mejor que el PRD, gane el menor número posible de curules. No será anulando los votos ni quedándose en casa como se podrá castigar al partido blanquiazul. Habrá que participar, aunque sólo sea para disminuir la representación del PAN. Todos los partidos se parecen, pero no son iguales, y esto hace la diferencia. Muchos dirán que no hay a cuál irle. De acuerdo, pero, como en todo arreglo partidario, siempre hay unos que están más a la derecha que otros.

Hay, ciertamente, una crisis de representación, pero no hagamos de ésta una crisis de participación. De nuestra participación dependerá que los derrotados no seamos nosotros.

En: http://www.jornada.unam.mx/2009/04/23/index.php?section=opinion&article=022a1pol

Mafalda del gran Quino

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