Género y democracia: elementos clave para una gestión del agua justa y sustentable
Por: Hilda Salazar y Brenda Rodríguez Mujer y Medio Ambiente, AC
La falta de agua en los hogares altera por igual la vida de las mujeres del campo y de la ciudad: en Pozuelos del Pinar, Chiapas, una mujer indígena invierte de dos a seis horas diarias en acarrear el agua para abastecer su vivienda durante el tiempo de secas; mientras, una señora de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, puede acumular hasta 30 horas de trabajo a la semana en tareas de gestión, almacenamiento y mejora de la calidad del agua.
Los problemas de saneamiento se multiplican y con ello también el cuidado de personas enfermas a cargo principalmente de las mujeres. Se incrementan los gastos en salud, y la falta de agua o su mala calidad obliga a las familias a comprar pipas y agua embotellada. Los saldos sociales son que las personas con menores ingresos pagan más por el agua que aquellas con mayores recursos. Hay irritación en las familias y las asimetrías de género también se expresan en un recrudecimiento de la violencia doméstica. En pocas palabras, la falta de agua ensancha las desigualdades y la polarización social.
Pero las políticas del agua en México parecen estar ciegas a estas realidades; para los responsables de las políticas hídricas, los problemas se resuelven con obras y dinero. Se insiste en un modelo de gestión que ignora las dimensiones sociales y ambientales; se favorece a las grandes concentraciones urbanas a costa de las rurales, y se prioriza la provisión de servicios para los comercios, la industria y los negocios frente a las necesidades de las personas más pobres que carecen de los servicios. Los responsables de las políticas públicas, mayoritariamente hombres con especialidades técnicas, no hacen caso de las desigualdades sociales y menos aún consideran incluir una perspectiva de género en la obtención, distribución, el uso y saneamiento del agua.
México vive serios problemas hídricos que se agravan constantemente. Es verdad que los fenómenos climáticos contribuyen a ello y también que el país tiene diferencias grandes en la disponibilidad natural del agua, pero los problemas están sobre todo asociados a un modelo de desarrollo que acumula crisis que lejos de resolverse tienden a profundizarse. Todos los días los medios de comunicación dan cuenta de una conflictividad creciente en torno a la disponibilidad del líquido: un campesinado que reclama agua para sus cultivos; poblados que reportan escasez; cortes; tandeo; fugas; falta de mantenimiento de la red; mujeres y hombres que denuncian la contaminación por actividades industriales, mineras, comerciales, agropecuarias o públicas; pueblos y comunidades que padecen inundaciones, deslizamientos, hundimientos y grietas, y movimientos que rechazan la construcción de mega proyectos que los desplazan de sus comunidades, destruyen bosques y ecosistemas y terminan con formas de vida que han mostrado ser más sustentables.
En estos escenarios de crisis hídrica son precisamente las mujeres –junto con las niñas y los niños– quienes hacen posible que las familias, las comunidades y, al final de cuentas la sociedad, sigan funcionando. El trabajo no remunerado de las mujeres en la provisión del agua en los hogares –y en muchas otras actividades económicas– es una suerte de “subsidio de género”. Ellas, por medio de su esfuerzo, tiempo y dedicación, están contribuyendo al funcionamiento social y subsanando una omisión del Estado. La reciente reforma a la Constitución en los artículos Primero y Cuarto establece con claridad que el Estado es el garante de los derechos humanos y, específicamente, del Derecho Humano al Agua y al Saneamiento.
No obstante esta valiosa contribución, las mujeres están sub representadas en todos los espacios de toma de decisión, desde los comités comunitarios del agua hasta los puestos directivos de los organismos operadores y las instituciones federales como la Comisión Nacional del Agua (Conagua). Esta falta de participación propicia que sus necesidades, intereses y demandas sean invisibilizadas incluso por las propias organizaciones que se encuentran en lucha. Y son ellas también las que han acumulado conocimientos y experiencias alrededor de la gestión del agua y por ello deberían ser consideradas como sujetas sociales preponderantes y, por ende, participar en igualdad de condiciones que los hombres en el diseño de propuestas, programas y políticas tanto a nivel ciudadano como institucional.
Contar con la participación de las mujeres es fundamental en estos momentos donde se avizoran escenarios de privatización y cambios legislativos. Hay iniciativas para modificar la legislación de aguas a nivel federal y también en algunas entidades, incluido el Distrito Federal. Las iniciativas diseñadas por los gobiernos apuntan a conceptualizar el agua como un bien económico y no como un derecho humano, tienden a la privatización, no consideran seriamente las dimensiones ambientales y, desde luego, carecen de una perspectiva de género.
Por su parte, la expresión ciudadana ha tenido que abrirse paso mediante iniciativas como la Ley Ciudadana del Agua. Este proceso, como muchos otros, requiere de la alianza de múltiples actores: organizaciones de derechos humanos, de campesinas y campesinos, movimientos urbano-populares, grupos de resistencia ante los mega proyectos y presas. En todos ellos las mujeres están, pero su voz, sus propuestas y su energía necesitan ser potenciadas. Ellas son indispensables en la construcción de un modelo equitativo, sustentable y público del agua para nuestro país.
La falta de agua en los hogares altera por igual la vida de las mujeres del campo y de la ciudad: en Pozuelos del Pinar, Chiapas, una mujer indígena invierte de dos a seis horas diarias en acarrear el agua para abastecer su vivienda durante el tiempo de secas; mientras, una señora de San Lorenzo Tezonco, en Iztapalapa, puede acumular hasta 30 horas de trabajo a la semana en tareas de gestión, almacenamiento y mejora de la calidad del agua.
Los problemas de saneamiento se multiplican y con ello también el cuidado de personas enfermas a cargo principalmente de las mujeres. Se incrementan los gastos en salud, y la falta de agua o su mala calidad obliga a las familias a comprar pipas y agua embotellada. Los saldos sociales son que las personas con menores ingresos pagan más por el agua que aquellas con mayores recursos. Hay irritación en las familias y las asimetrías de género también se expresan en un recrudecimiento de la violencia doméstica. En pocas palabras, la falta de agua ensancha las desigualdades y la polarización social.
Pero las políticas del agua en México parecen estar ciegas a estas realidades; para los responsables de las políticas hídricas, los problemas se resuelven con obras y dinero. Se insiste en un modelo de gestión que ignora las dimensiones sociales y ambientales; se favorece a las grandes concentraciones urbanas a costa de las rurales, y se prioriza la provisión de servicios para los comercios, la industria y los negocios frente a las necesidades de las personas más pobres que carecen de los servicios. Los responsables de las políticas públicas, mayoritariamente hombres con especialidades técnicas, no hacen caso de las desigualdades sociales y menos aún consideran incluir una perspectiva de género en la obtención, distribución, el uso y saneamiento del agua.
México vive serios problemas hídricos que se agravan constantemente. Es verdad que los fenómenos climáticos contribuyen a ello y también que el país tiene diferencias grandes en la disponibilidad natural del agua, pero los problemas están sobre todo asociados a un modelo de desarrollo que acumula crisis que lejos de resolverse tienden a profundizarse. Todos los días los medios de comunicación dan cuenta de una conflictividad creciente en torno a la disponibilidad del líquido: un campesinado que reclama agua para sus cultivos; poblados que reportan escasez; cortes; tandeo; fugas; falta de mantenimiento de la red; mujeres y hombres que denuncian la contaminación por actividades industriales, mineras, comerciales, agropecuarias o públicas; pueblos y comunidades que padecen inundaciones, deslizamientos, hundimientos y grietas, y movimientos que rechazan la construcción de mega proyectos que los desplazan de sus comunidades, destruyen bosques y ecosistemas y terminan con formas de vida que han mostrado ser más sustentables.
En estos escenarios de crisis hídrica son precisamente las mujeres –junto con las niñas y los niños– quienes hacen posible que las familias, las comunidades y, al final de cuentas la sociedad, sigan funcionando. El trabajo no remunerado de las mujeres en la provisión del agua en los hogares –y en muchas otras actividades económicas– es una suerte de “subsidio de género”. Ellas, por medio de su esfuerzo, tiempo y dedicación, están contribuyendo al funcionamiento social y subsanando una omisión del Estado. La reciente reforma a la Constitución en los artículos Primero y Cuarto establece con claridad que el Estado es el garante de los derechos humanos y, específicamente, del Derecho Humano al Agua y al Saneamiento.
No obstante esta valiosa contribución, las mujeres están sub representadas en todos los espacios de toma de decisión, desde los comités comunitarios del agua hasta los puestos directivos de los organismos operadores y las instituciones federales como la Comisión Nacional del Agua (Conagua). Esta falta de participación propicia que sus necesidades, intereses y demandas sean invisibilizadas incluso por las propias organizaciones que se encuentran en lucha. Y son ellas también las que han acumulado conocimientos y experiencias alrededor de la gestión del agua y por ello deberían ser consideradas como sujetas sociales preponderantes y, por ende, participar en igualdad de condiciones que los hombres en el diseño de propuestas, programas y políticas tanto a nivel ciudadano como institucional.
Contar con la participación de las mujeres es fundamental en estos momentos donde se avizoran escenarios de privatización y cambios legislativos. Hay iniciativas para modificar la legislación de aguas a nivel federal y también en algunas entidades, incluido el Distrito Federal. Las iniciativas diseñadas por los gobiernos apuntan a conceptualizar el agua como un bien económico y no como un derecho humano, tienden a la privatización, no consideran seriamente las dimensiones ambientales y, desde luego, carecen de una perspectiva de género.
Por su parte, la expresión ciudadana ha tenido que abrirse paso mediante iniciativas como la Ley Ciudadana del Agua. Este proceso, como muchos otros, requiere de la alianza de múltiples actores: organizaciones de derechos humanos, de campesinas y campesinos, movimientos urbano-populares, grupos de resistencia ante los mega proyectos y presas. En todos ellos las mujeres están, pero su voz, sus propuestas y su energía necesitan ser potenciadas. Ellas son indispensables en la construcción de un modelo equitativo, sustentable y público del agua para nuestro país.
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