El regreso de Simone Weil

18 de agosto de 2001
HIGHLAND PARK, N.Jersey
A comienzos de los años 60, Simone Weil fue un tema de moda fulgurante entre los intelectuales norteamericanos. Sus ideales de negación del cuerpo, sus devastadores gestos políticos y, en especial, el mayor de todos, el ayuno de solidaridad con los soldados franceses en el frente de la Segunda Guerra, que acabaría matándola de tuberculosis y de hambre, le confirieron un aura de martirio y santidad. Tenía 34 años cuando murió, en 1942, y había escrito unas dos mil páginas de ensayos, diarios y reflexiones sueltas tan perturbadoras como originales. Era fanática, arbitraria y lo bastante lúcida como para que muchos críticos hayan dudado de su salud mental. En 1963, Susan Sontag la canonizó en un ensayo célebre, publicado por The New York Times. Al año siguiente, T. S. Eliot elogió "su genio semejante al de los santos" y Graham Greene se sorprendió ante una obra "que excava en el abismo". La luz de Weil se eclipsó casi en seguida, sin embargo, y durante las tres décadas siguientes tuvo pocos e indiferentes lectores.
Ahora, en este comienzo de milenio, Simone Weil ha regresado al centro de los debates intelectuales. La razón visible es una bellísima biografía de Francine du Plessix Gray -cuyo libro anterior estuvo dedicado a una figura antípoda, el marqués de Sade-, pero tal vez la razón verdadera sea la necesidad que todo individuo tiene, en estos tiempos, de recuperar su trascendencia más honda, lo que Weil llamaba "la persona sagrada que hay en cada uno", dentro de un mundo regido por sociedades voraces, ávidas por satisfacer apetitos inmediatos.
La obra de Simone Weil es sin embargo infinitamente más compleja que esa simple oposición y, a partir de 1938, comienza a impregnarse de una voluntad exagerada de sacrificio, de un misticismo para el que se me ocurre un solo adjetivo: atroz. Voy a tratar de explicar la intensidad de esa escritura -si es que las intensidades pueden explicarse- a través de mi contacto inicial y privilegiado con ella. No sé si el orden de los hechos que voy a referir es el correcto, pero tal vez no importe. Las cosas nunca suceden como sucedieron sino como se las recuerda.
Antes de que yo cumpliera dieciocho años, mi amigo Daniel Alberto Dessein -que era entonces subdirector del diario La Gaceta de Tucumán- me permitió compartir el trabajo de corrector de pruebas con algunos profesores universitarios de sofisticada erudición que habían sido aventados de sus cátedras por el peronismo. Uno de ellos era el francés Roger Labrousse, notable especialista en Rousseau. A veces nos reuníamos en la casa de Dessein a conversar sobre la cultura que reverberaba puertas afuera de la Argentina. Yo era sólo un oyente, por supuesto. A las tertulias asistían Elizabeth Goguel, la brillante mujer de Labrousse, y la joven filósofa María Eugenia Valentié, que en esa época estaba traduciendo para la editorial Sudamericana dos de los libros de Simone Weil: Raíces del existir La gravedad y la gracia .
Fue ella quien nos dio a conocer muchos de los datos que ahora he visto reaparecer en la biografía de Du Plessix Gray. Simone fue una niña sorprendente. Con su hermano mayor André, que a los nueve años era capaz de resolver los más difíciles teoremas matemáticos y a los once había aprendido el sánscrito por sí mismo, pudo tener, en plena pubertad, aceradas discusiones sobre Corneille y Racine que los mayores apenas lograban seguir, y largos diálogos en griego clásico. Antes de los doce, Simone conocía con soltura seis lenguas modernas y al menos dos lenguas antiguas, aparte del griego.
Estudió filosofía y lógica con un mentor, Alain, que era una de las inteligencias más respetadas en la Francia de la primera posguerra, y a los veintidós años empezó a enseñar en escuelas de provincias, a las que debía renunciar porque se mezclaba siempre en actos clandestinos de protesta. Tuvo una relación esperanzada y breve con el comunismo, se alineó en las Brigadas Rojas de la guerra civil española -allí rogó que la llevaran a los sitios más peligrosos del frente- y, en 1938, mientras visitaba la abadía benedictina de Solesmes, fue sobresaltada por una sobrecogedora experiencia mística, que la llevó a abjurar de su judaísmo y a abrazar una fe cristiana en perpetua pugna con la Iglesia.

Vocación de martirio

Cuando los nazis invadieron París, escapó con sus padres en el último tren que iba a Marsella y logró luego emigrar a los Estados Unidos, de donde partió, con la urgencia espiritual de siempre, a unir su destino con la resistencia organizada por Charles de Gaulle en Francia. Más de una vez suplicó que a enviaran de regreso a su país en misiones suicidas, pero su aspecto reunía todas las características que la imaginación germana atribuía a los judíos, y jamás le consintieron ese deseo. Se sometió a los trabajos más crueles, a los sacrificios más extremos, llevada por su fe en Dios, por su vocación de martirio y por la idea de que en toda persona humana hay siempre una llama sagrada que debe derramarse sobre los otros y sobre el mundo.
No sólo los libros van desplazando, con el tiempo, el sentido de lo que dicen. También lo que una vida significa hoy puede ser diferente a lo que signifique mañana.
A comienzos de los años 50, en Tucumán, la historia de Simone Weil conmovió a todos los que la oían y a algunos les cambió la vida. Una noche supimos que había estallado una caldera en el ingenio Concepción y que decenas de obreros habían sido llevados al hospital con quemaduras graves. Elizabeth Goguel, la esposa de Labrousse, fue entonces a donar franjas de la piel de su abdomen para que se usaran en los trasplantes. Durante semanas afrontó sin una queja los dolores atroces de la mutilación. No recuerdo ahora cómo era su cara, pero cada vez que pienso en ella se me aparece con los rasgos de Simone Weil.
Poco después de ascender al pontificado, Pablo VI dijo que los dos pensadores más influyentes en su desarrollo intelectual fueron Blaise Pascal y Simone Weil. Ambos murieron jóvenes (Pascal a los 39), ambos tuvieron casi a la misma edad visiones de un Dios ardiente y dulce que los consumía, ambos vivieron conflictos feroces con las autoridades de la Iglesia. No era ya la idea del martirio la que impresionaba al pontífice sino el peso de dos seres capaces de hablar con Dios y seguir escribiendo.
La importancia de Weil, ahora, reside no en su aprensión por todo amor carnal -sentía repugnancia de que la tocaran- ni en la desesperación de sus sacrificios, sino en su apasionada defensa de la libertad y dignidad del individuo frente a una sociedad voraz en a que todo lo espiritual se desintegra.
En su biografía, Du Plessix Gray trabaja sobre ese desplazamiento del significado: sobre la Simone que en 1940 era algo diferente de lo que fue en 1963 y diferente, en ambos casos, de lo que es hoy, cuando sus sacrificios extremos no tienen razón de ser porque conducen a la disolución de la persona, a la derrota de todo lo que se ama y de todo aquello en lo que se cree. Las huelgas de hambre de Weil se ven ahora como una manifestación de irrefrenable anorexia, sus incesantes trabajos forzados y su afán por dormir en el piso reflejan una manía por la aflicción, y su rechazo del judaísmo -al que acusaba por las crueldades del Viejo Testamento y por la idea excluyente de ser el pueblo elegido- son una cruel negación de la propia identidad, una angustiosa manera de borrarse.
Simone Weil ha regresado, pero tal vez no se reconocería si pudiera contemplarse en el espejo de esta cultura póstuma.
En: https://www.lanacion.com.ar/328388-el-regreso-de-simone-weil

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