Con las manos lavadas

Dicen que cada día que pasa es una batalla ganada. Que cualquier cosa puede ocurrir porque ninguna superficie que haya sido contaminada puede estar suficientemente limpia. La sola idea de no dejar higienizada alguna superficie que haya sido expuesta a la contaminación de cualquier virus, es perturbadora.
Estos son los pensamientos que me aquejan en los tiempos del coronavirus.

Estuve a punto de escribir asterisco + coronavirus #Coronavirus. Y es que el tiempo para las personas que vivimos acostumbradas al uso de redes sociales, transita más rápido por nuestra cotidianidad cuando revisamos los mensajes enviados por WhatsApp, o las fotos en Instagram, o los videos y mensajes en Facebook o las notas y memes que se comparten en Twitter.

Los memes, esa iconografía que representa chistes instantáneos y fugaces que se esparcen como los virus y a los cuales todos reaccionamos como si fueran el último cubre bocas de la farmacia y los queremos compartir para ganarle a cualquier contrincante que exista en la red social favorita, porque vuelve muy importante esa parte del día cuando regresamos a revisar cuántas reacciones ha obtenido nuestro atinado chistorete, lo cual nos reporta si somos populares frente a nuestra pequeña o gran audiencia. Todo por pegar un meme en nuestro TL, muro para obtener Favs y, en alguna ocasión, formar parte de los TT del momento.

Una no acaba de reírse del meme más actual, cuando llega un aviso que ocupa un espacio considerable en la pantalla del celular, la computadora o cualquier dispositivo electrónico que tengamos, al tiempo que por Messenger de Facebook nos invaden comentarios, micro videos o fotos de gatitos que a su vez se comparten considerables veces en Twitter y Facebook. Y ahora, por los tiempos que corren, los memes del coronavirus han aumentado el tráfico en las redes sociales con estadísticas, consejos de cuidado, campañas a favor y en contra de los personajes políticos y chistes de muy variado color.

Pero creo que la vida se ha vuelto un meme.

Hace más de un quinquenio que dejé de trabajar porque las oportunidades que tenía de hacerlo provenían de opciones en las que no te contrataban formalmente: no firmabas contrato sino una carta de renuncia, como bienvenida, valga el oxímoron, a tu nuevo ambiente laboral en el que nadie tenía prestaciones, solo el hijo del dueño de la agencia y su secretaria. Sabías a qué hora debías llegar, pero nunca la hora de salida, la cual siempre se prolongaba hasta después de medianoche. 

Y a los más de 60 años ya no se tienen muchas ganas de quedar bien con el jefe esperando hasta medianoche a que el cliente reaccione al material enviado, para que puedan autorizar la salida del personal. Demasiado tiempo perdido que para lo que me queda, es una pérdida de vida, un lujo que no me quiero dar.

Así que, habiendo trabajado de la misma manera, llegué a la tercera edad sin la posibilidad de jubilarme y vivir “los años dorados” desahogadamente. De entrada, el salario que gané a lo largo de mi desempeño profesional no fue generalmente muy cuantioso. Eso iba mandándome mensajes de lo que debía esperar en los últimos años de mi vida, si es que hubiera apostado por el camino de la jubilación.

Así que, desde hace 5 años he vivido de la venta de un departamento que compré con el pago de la publicación de un librito que escribí hace tiempo y por el que nadie, incluso yo, apostaba nada.

Pero ese dinero se acabó.

No se piense que llevé una vida de magnate, no. Apenas si pude ir una vez a Acapulco y al cabo de tres días tuve que volver porque mi gata se moría y su vida era preciosísima para mí.

Tampoco quisiera que se piense que llevé una vida muy modesta. Mis lujos han consistido en comprar cualquier libro que me interese una vez por semana, asistir al cine a ver cuando menos dos películas cada quincena, aunque hay que reconocer que ese récord no es muy admirable pues la cartelera de los cines en México es famélica: la alimentan los peores productos del cine estadounidense, incluidas las de Eugenio Derbez y Omar Chaparro, que decir esto permite dar el ejemplo de desnutrición patológica de la industria cinematográfica.

Las otras películas proclives de ser vistas son las mexicanas protagonizadas en su mayoría por personajes que muestran una total ausencia de ingesta de proteína ya que exhiben una conducta peleada totalmente con algún atisbo de inteligencia.

Otro lujo cotidiano ha sido ir a comer de dos a tres veces por semana con “las viejitas” que es un comedorcito de comidas corridas que está frente a la avenida de las jacarandas y que por el sazón y precio económico se llena de parroquianos, y que si no llegas temprano ya no alcanzas guisado, sólo te pueden preparar unas enchiladas verdes o pechuga a la plancha, lo cual es bastante gratificante.

Y entonces, digo, he pasado los recientes años atesorando mi soledad con mis libros y las pocas posibilidades de acceso a buen cine que puede una encontrar en la televisión vía cualquier sistema de pago anticipado.

Hasta que llegó el coronavirus.



Y nada cambió. Sigo manteniendo la exclusión de mi persona del resto del mundo. Pero eso sí: con las manos bien lavadas.

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Este cuento se publicó en la Revista Crisol de la FES Acatlán en la que colaboran miembros de la comunidad universitaria de la misma y de algunas otras facultades de la UNAM; así como miembros de otras instituciones públicas. 


Comentarios

okaljack ha dicho que…
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