Historia personal del dolor

No quería acordarme y de pronto me acordé: el dolor. La memoria del dolor es imposible porque no duele, pero aun así, no hay nada que nos defina con tanta precisión como esas quemazones interiores. Me refiero al dolor físico, aunque el dolor mental es tan duro como el que viene de lugares tangibles. Apenas escribo estas palabras tengo miedo de invocar su nombre y sentirlo una vez más en la vida. ¿Alguna vez han sentido dolor? Seguramente sí pues se trata de una sensación inherente al ser humano, de una puerta que alguna vez hemos abierto y por cuyo umbral hemos pasado.
Durante casi una vida fui un privilegiado. Sentí dolor intenso hasta que cumplí cincuenta años como consecuencia del tratamiento para librar un cáncer. Evitar el dolor ha sido uno de los objetivos de la ciencia médica. El magnífico libro de Thomas Dormandy, El peor de los males, publicado por la editorial Papeles del Tiempo, nos cuenta la historia de ese desafío.
La búsqueda de la anestesia es un capítulo central de la lucha contra el dolor. La aparición, a mediados del siglo XIX, del óxido nitroso, del éter y del cloroformo, no fue la culminación de un proceso sino el punto de partida. Podría decirse que la búsqueda del alivio al dolor no ha cambiado con el paso del tiempo.
Recuerdo sin dolor que me dolía del carajo. El médico preguntaba: del uno al diez, donde diez es lo más intenso, ¿cuánto le duele? Yo respondía: nueve. Era una chinga pavorosa. Y no vamos a ir a la paparruchada del umbral del dolor y esas sonseras: cuando duele, olvídense de umbrales.
El médico persa Abu Alí, conocido como Avicena, sostenía que toda pócima tenía una triple finalidad. En primer lugar tenía que aliviar el dolor. Además debía sosegar el alma y, por último, inducir un sueño reparador. Yo no tenía esa pócima. Después de varios años entiendo que debí fumar mariguana, pero a mí la mota me cae de peso, en serio, razón por la cual no la consideré como una sucedáneo de la pócima de Avicena.
Estoy viendo en este momento la mesa a la que me invitaron mis amigos Luis Miguel Aguilar y Juan Villoro en esos días. Muy cerca del baño, en el bar Nuevo León, pusimos a funcionar la máquina de nuestros recuerdos. Cada vez que yo iba al baño, me doblaba y, me da un poco de pena contarlo ahora, lloraba de dolor. Luego regresaba a la mesa que Juan y Luis Miguel convertían en un espacio habitable, un remanso que no olvido.
El dolor físico, nos explica Dormandy, se asocia apenas con el insomnio, la angustia, la pena, la preocupación y otros estados de ánimo. En nuestros días, este tipo de dolores y la mente se estudian a fondo, pero lo esencial se sabe desde siempre: el miedo es capaz de transformar una preocupación en una tortura.
Las molestias que se soportan con dignidad durante el día se convierten en dolores agudos durante la noche, el espacio en el cual se reorganizan los fantasmas del dolor. Los ejércitos de la noche me sitiaban en esos días tristes y yo trataba de rechazarlos con recuerdos gratos, la verdad es que muchas veces los derroté.
Desde mediados el siglo XIX existe cierta tendencia a separar el dolor físico de la angustia. No es para menos, la supresión de los dolores agudos en las operaciones quirúrgicas ha sido uno de los mayores triunfos médicos de los últimos 150 años, mientras que los avances en el tratamiento de los estados mentales como la tristeza, el miedo o la angustia, si bien han sido significativos, son mucho menos espectaculares.
Muchos de los sedantes de la antigüedad siempre serán un misterio, o por lo menos su origen siempre será controvertido. Pero hay otros que se han podido identificar. Su principio activo se sigue utilizando a diario en la práctica médica. Dos de los más antiguos, los productos derivados de la fermentación alcohólica, “los que disipan el azote de las preocupaciones”, y el jugo extraído de la amapola, “los que nos brindan felicidad y sueños sublimes” se han convertido en elementos fijos del mundo civilizado. Después de aquellos episodios de dolor bebo más. El alcohol anestesia al mundo y, al mismo tiempo, lo vuelve intenso, más interesante, aunque se trate de un sueño, ¿quién ha dicho que los sueños no son reales?
Aunque usted no lo crea, en el pasado las intervenciones quirúrgicas se realizaban sin anestesia. Incluso algunos médicos hablaban del derecho al dolor. El hombre que estableció las bases de la anestesia moderna se llamaba John Snow, nació en 1813 y fue en más de un sentido el primer anestesista y un pionero de la epidemiología.
Como en todas las historias de la investigación, la de Snow tuvo mucho de necedad y algo de suerte. En 1847, Snow pidió permiso para administrar éter a los pacientes del Saint George’s Hospital que necesitaban una extracción de muelas. Los médicos que asistieron a estas operaciones quedaron impresionados. Mientras el paciente dormía plácidamente, el cirujano trabajaba sin interrupciones y sin dolor.
Recuerdo con estupor que durante cinco meses tuve dolores intensos que iban y venían sin aviso derrotando a cajas y cajas de analgésicos. El tiempo solo sirve para conocer aquello que no pudo ser. Debí pedir anestesias intermitentes, recurrir a drogas poderosas, incluso probar la mariguana, que me sienta tan mal.
Les tengo una buena noticia: como lo sabe toda mujer que haya tenido hijos sin cesárea, o incluso con ella, el dolor se olvida. Menos mal, el recuerdo sería simplemente insoportable.
rafael.perezgay@milenio.com
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