El ABC del fuego

Juan Villoro


viernes, 14 de noviembre de 2014

El 5 de junio de 2009, 49 niños perdieron la vida y 76 resultaron heridos en un incendio en la Guardería ABC de Hermosillo, Sonora. Aunque se investigó a 19 funcionarios, no hubo sanciones.
El fuego se ha convertido en sinónimo de impunidad. El 7 de noviembre el procurador Jesús Murillo Karam anunció a los medios que, con toda probabilidad, los cuerpos de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos habían ardido en una pira infernal.
Poco después, en una marcha de solidaridad con las víctimas, un reducido grupo de “anarquistas” quemó la puerta de Palacio Nacional, que en forma inexplicable no se encontraba custodiada. Sólo un general vestido de civil se opuso a los desmanes. ¿Qué hacía ahí ese miembro de las Fuerzas Armadas? Las heridas que recibió en el rostro son señas de valentía, pero sorprende su acción solitaria y encubierta.
El miércoles 12, Día del Cartero, llegó otro mensaje de lumbre: el Congreso de Guerrero fue incendiado, como antes lo habían sido el Palacio de Gobierno y oficinas de algunos partidos políticos.
¿Qué comunica esta gramática del fuego? El país arde sin control alguno. El caso de la Guardería ABC revela que la atroz negligencia de los responsables es exonerada por la negligencia de la ley. También demuestra la incapacidad de dos gobiernos, el de Felipe Calderón y el de Enrique Peña Nieto, para enfrentar tragedias. La aniquilación producida por las llamas resulta irreparable, pero el Estado tiene la obligación de remediar lo que esté a su alcance en las cenizas. En Hermosillo no se fincaron responsabilidades, no se honró a las víctimas con tres días de luto nacional, no se apoyó cabalmente a las familias ni se lanzó una campaña para prevenir casos similares. Las autoridades apostaron a que el humo se disipara sin impartir lecciones.
Quienes perpetraron los asesinatos de Ayotzinapa quisieron usar el fuego para borrar sus crímenes. Ignoraban que nada se recuerda tanto como la lumbre: “Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día;/ [...mas] dejará la memoria en donde ardía”, escribe Quevedo.
La respuesta judicial no ha estado a la altura de la desesperación de la gente. Llama la atención la lentitud con que se dio a conocer el fatal desenlace. El procurador Jesús Murillo Karam confirmó el 7 de noviembre lo que el padre Alejandro Solalinde había dicho el 17 de octubre. El retraso en aportar datos decisivos contribuyó al clima de angustias, y las noticias de la mansión del Presidente y su viaje a China en un momento de alarma nacional acabaron por vulnerar la imagen de un mandatario que parece ajeno a todo lo que ocurra fuera de una pantalla de televisión.
No enfrentamos hogueras encendidas por accidente o la restringida pasión de unos pirómanos. El país entero se conjuga en llamas.
¿Qué pretenden quienes queman una estación de Metrobús, la puerta de Palacio Nacional o coches en un estacionamiento? No se trata de gestos políticos directos, sino de un vandalismo que busca una reacción política. ¿A quién le conviene que la gente tenga miedo de manifestarse y que se criminalice el descontento? Las flechas apuntan a los distintos mandos del gobierno.
Unos buscan borrar sus huellas con fuego y otros inventar responsables para el fuego. Las agresiones recibidas por militantes del PRD en diversos lugares del país y la hipótesis -que otras versiones ponen en duda- de que el alcalde de Iguala encontró refugio en la casa de un empresario cercano al partido del sol azteca buscan responsabilizar a la izquierda oficiosa de todos los desastres. Este acoso no sólo es antidemocrático sino innecesario: el PRD se desprestigia solo.
Al sembrar el fuego en medio de actos pacíficos se lanza una señal: “Puede haber algo peor que lo que ya tenemos, urge que el descontento se apague junto con las llamas”. Pero el país donde la muerte tiene permiso no puede resignarse de ese modo.
El gobierno es responsable de sancionar tanto a los criminales como a los provocadores que fingen discrepancia. También es responsable de que no se fabriquen culpables de esos hechos.
En 1982 la Cineteca Nacional ardió a causa de una explosión producida por el descuidado almacenamiento de las películas. En el momento de la tragedia, se exhibía un film de Andrzej Wajda cuyo título parecía profetizar la administración de Peña Nieto: La tierra de la gran promesa.
Érase una vez un país donde se festinaban las reformas y de pronto se oía un ruidito. No era el corcho de una botella de champaña, sino la primera señal del estallido.

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