EL INSECTO Y LA MEMORIA


Veo la foto de un insecto bellísimo. No sé de qué tipo es o a qué especie pertenece, no cambiaría nada: igualmente me parecería bello. Está parado sobre una flor lila que en los tiempos recientes, descubro que es mi color predilecto porque cada vez que lo veo, mis ojos prefieren posarse en ese tono para descansar o quedarse por largos ratos.
Pero no es el insecto lo que realmente me produce la sensación que ahora me emociona. Es la posibilidad de tocar ese timbre que me lleva al disfrute, al goce, a la inspiración. Podría decir que es cuando siento que, casi, roso la mano de Dios. Es una sensación de éxtasis que debe acentuarse tanto como la palabra que define ese momento.
No es solamente ver al animalito que parece que con una patita se toca su gran ojo o una parte de su cabeza, no. O es que al observarlo detenidamente parezca conmovedor verlo acariciarse o dolerse, adquiriendo notas graciosas o tiernas. O quizá que al mirarlo posarse sobre una flor cuyo color ahora absorbe mi atención por completo, contrasta con su tono verde intenso del insecto patón. Pero no es eso tampoco.
Creo que es que acabo de tener una linda conversación de amistad y afecto puro y sincero y parece como si le hubieran hecho rizos a mi alma. Al hacerlo me acordé de los momentos dorados de mi vida, cuando he tenido nítidos logros. Y se han dado estando al frente de un grupo de personas que buscan aprender algo guiados por mí. Y esa actividad me ha producido un enorme placer, de esos que se confunden con el juego, con la danza, con la risa fluida, sonora, líquida, transparente…
En repetidas ocasiones he estado en la necesidad de buscar recuerdos notables y me he enfrentado a una memoria clausurada, cerrada, bloqueada, que se niega a cumplir mis órdenes, como si fuera una caja fuerte cuya combinación que posibilita su apertura sea totalmente desconocida por mí.
Esa memoria que se paraliza de miedo porque cree que va a ser reprendida en cuanto ofrezca el recuerdo solicitado y se ha acostumbrado a vomitar solamente los acontecimientos más vergonzantes y dolorosos, por los cuales uno vive creyendo que la propia vida ha sido una basura.
Esa memoria que uno cree glotona, porque ha devorado todo cuanto ha pasado y no ofrece ni una pisca de recuerdo relacionado con la risa estruendosa, el relajo y el barullo que han sido una vocación personalísima, decidida cuidadosamente y para la cual siempre hubo total disposición.
La búsqueda de recuerdos que dignifiquen aunque sea un poco, mi inclinación por la disidencia que me ha llevado a manifestaciones, a conciertos en los que he cantado a gritos, sola, con decenas de personas que me rodeaban en esos momentos, a encuentros con personajes del pasado tan admirados por ser abiertamente luchadores y defensores de los débiles aunque eso les haya costado una dentadura.
O todas las memorias – tantas – producidas por el frondoso disfrute ocasionado por los viajes, como Diego diría 'On the road' parafraseando a Jack Kerouac, traslados que me han llevado a conocerle la espalda al planeta, los talones y las castañuelas. Que me han permitido hablar y aprender de personas tan importantes que no sé por qué los llamamos indígenas pero que son sabios, verdaderos, dolorosos, fuertes, valientes, y muchas cosas más. Que se han reunido por algo que se llama “curso”, cuando las lecciones, las verdaderas, las estaba recibiendo yo. Esa memoria que me oculta al tuerto don Toño, que hizo llorar, sin saberlo, a Moravia por haberle compartido la historia de su ojo perdido al ser picoteado por su querida gallina. O doña Lola que tan solo quería aprender a hacer “pan moderno”. O a Quico, ese líder de la seca comunidad “Tierra y Libertad”, nieto de Gertrudis Sánchez, que en su propia casa nos ofreció un banquete de pollo en mole y arroz. O la historia de los narcos que atravesaban el desierto mexicano de noche. O las historias de las doñitas esas, Penélopes a la mexicana que les pegaban los maridos por las noches y de día cosían las servilletas para “dar de tragar a sus hijos”, o el señor que le enseñó a contar en ñañú a Moravia hasta cinco, o la historia del gatito poblano que se llamaba Colate, igual que el esposo de la Paulina Rubio, en cuya casa comimos un mole de olla espléndido Diego y yo, con calabazas recién cosechadas por sus dueños, o esa vez que les puse a los participantes a un curso una película y acabaron todos parados encima de sus sillas diciendo “Carpe Diem” y Moravia tenía los ojos grandotototes, llenos de luz.
Si pues, esa memoria que todo lo engulle y no suelta nada.



Hoy es miércoles 30 de julio de 2014.

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