La honorable Super Dilma Rousseff, por Boris Muñoz
Publicado en Abril 16, 2012
El martes de esta semana viví uno de esos extraños instantes que en la pequeña comunidad donde vivo llaman “un momento Harvard”. Iba caminando por el patio central de esa universidad, con la cabeza en las nubes, como suelo hacerlo, cuando mis ojos tropezaron con una cartelera informativa donde había una foto minúscula, pero imposible de no reconocer, de Henry Kissinger, ex secretario de estado norteamericano. Era un panfleto llamando a protestar al día siguiente un agasajo para Kissinger en el teatro Sanders de Harvard. El panfleto le sacaba todos los trapos sucios a quien fuera el segundo hombre del gobierno de Nixon y quizás el estratega político más influyente de los últimos 50 años.
Su expediente es ciertamente horroroso. Kissinger estuvo directamente involucrado en invasiones, golpes de Estado, guerras y masacres en una veintena de países que van desde Vietnam hasta Timor Oriental y con especial sangrienta brutalidad en América Latina, desde Chile hasta Ecuador. El panfleto concluía que en vez de estar siendo homenajeado en Harvard, Kissinger debería estar en la Corte de la Haya. Sin embargo, lo que produjo en mi cabeza una especie de golpe de campana no fue esto en sí mismo, sino que cuando sucedió yo venía de ver hablar a Dilma Rousseff, presidenta del Brasil, quien estuvo presa y fue torturada por una dictadura apoyada por Kissinger.
Las ideas políticas que llevaron a Dilma a la cárcel no son un misterio para nadie. Perteneció a una agrupación de extrema izquierda y combatió de manera acérrima a sus opresores. Luego siguió combatiendo desde la legalidad democrática. Es una izquierdista y lo será siempre. Mientras Kissinger es lo que es y también lo será siempre. Que dos seres tan distintos habiten el mismo tiempo y espacio, siendo ambos recibidos con honores, es algo digno de llamarse un momento Harvard.
Toda una mujer
Dilma Rousseff es la sensación de los presidentes de este atribulado mundo, pues representa la coronación de un largo esfuerzo por sacar a su país del atraso y convertirlo en un importante actor global. Y como ella misma dice, “el orgullo de las naciones emergentes”.
A Dilma se le acredita la hazaña de haber llevado la electricidad a 12 millones de brasileños que vivían a oscuras en pleno siglo XXI.
Al pararse en el podio del Foro de la Escuela Kennedy de Gobierno, se ve a una mujer maciza, de pómulos altos que recuerda en su sencillez a Cesaria Evora y que podría bien ser la estricta pero protectora madre de muchos de los presentes. De diferentes modos encarna el ascenso de las mujeres al poder, algo de lo que ella misma está plenamente consciente pues lo primero que hace al dirigirse al público es enviar un saludo a Drew Faust, rectora de Harvard. La llegada de las mujeres a las máximas posiciones de poder es para Dilma “un elemento de civilización”. “Debemos estar contentos de estar en un mundo en que podemos tener hombres y mujeres presidentes”. Al concluir su discurso comentará: “la mujer de mi generación soñaba con ser bailarina o con ser bombera. Ahora se puede soñar con ser presidenta de Brasil”.
Pero más interesante que eso es saber en que consiste el sueño de la presidenta de un país que ha logrado tan sonoros éxitos en el combate contra la pobreza y el atraso. En los 40 minutos de su discurso, Dilma no ofreció recetas económicas y utopías ideológicas. Tampoco lo contrario. Su visión de lo que Brasil necesita, más que la de un político abrasado por la fantasía de cambiar el mundo, está marcada por un fuerte espíritu economicista orientado por la eficiencia. En realidad, Dilma es política de espuelas y economista con las botas bien puestas, pero ninguna de las dos cosas está por encima de lo que le resulta esencial: el interés nacional. Es decir, los objetivos, la gestión y los resultados que harán a Brasil un país mejor que el que ella encontró al asumir la presidencia.
Dilma comenzó refiriendo que hasta los gobiernos de Lula da Silva había la creencia de que haber vencido el fantasma de la inflación que rondaba Brasil era suficiente. Ella y Lula le niegan Fernando Henrique Cardoso el éxito que obtuvo como estratega de la estabilidad macroeconómica, sin la cual nada de lo que vino después habría sido posible. Para Dilma, antes de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) no había en Brasil una política social que permitiera mejorar la distribución de la renta y disminuir la desigualdad. Sin embargo, la presidenta tampoco pierde el tiempo haciendo oposición demagógica desde el gobierno. Lo central de su reclamo es indiscutible: Lula logró remolcar a 40 millones de brasileros desde la pobreza hasta la clase media. Esto solo fue posible dándole la vuelta al modelo económico e implicó tomar las riendas de la política económica independizándose de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional. Fue una operación tan riesgosa como rentable, pues desde 2003 a la fecha, Brasil no solo liquidó su deuda con ese organismo, sino que cuenta hoy con reservas de 360 mil millones de dólares.
Esa autonomía de acción le permitió crear una política social que a la par de las transferencias de efectivo y subsidios variados estuvo apoyada de una democratización del crédito. Brasil tiene una ventaja sobre otras naciones: es un país industrial, productivo, rico en recursos naturales y con un inmenso mercado interno de 190 millones de habitantes. Todo esto permitió que el combate contra la pobreza estuviera basado en una expansión del mercado interno que frisa el 8% interanual. Con cifras así parece lógico que el país cuyo lema es “orden y progreso” se haya colocado a la vuelta de una década en la sexta casilla de la economía mundial. Pero como dice el refrán primero fue sábado que domingo. A Cardoso le correspondió ordenar, a Lula y Dilma les tocó progresar.
Economía del conocimiento
Dilma habla sin adornos y con gestos fuertes. Es toda una mujer que no anda con sutilezas ni ambigüedades. No tiene el carisma de Lula ni la elocuencia y gran visión de Cardoso. Tiene algo distinto, sin embargo: un enfoque realista y práctico de su país. Su palabras parecen ser la síntesis de un roce de largo tiempo con los problemas que trata. Y da la impresión de tener un instinto silencioso pero implacable de cómo sobrevivir y avanzar en un mundo competitivo y caótico. Para comenzar está consciente de que la deuda social de Brasil es aun inmensa. “No resolvemos todavía las desigualdades”, dijo. Pero tiene una idea nítida de cuál es el camino para resolverlas. Los énfasis que ponen sus manos a su discurso hacen notar aun más sus facciones rectas de búlgara aventada a los trópicos.
Mientras otros mandatarios de izquierda siguen arando en el mar contra los molinos de viento del capitalismo, Dilma ve el horizonte con los pies en la tierra, porque, como ha dicho su compatriota Roberto Mangabeira Unger, la rebeldía, si no tiene un proyecto, fracasará. Quiere “construir un país de clase media a partir de la capacidad de reformarse así mismo”. Habla de eliminar la pobreza como un compromiso ético que solo es posible alcanzar creando más oportunidades para la gente. Y esto, reflexiona en voz alta la mandataria de o melhor pais do mondo, es, en el fondo, un problema económico: fortalecer el crecimiento ampliando el mercado interno y aumentando el consumo. Pero también tener una economía capaz de ganar terreno en los mercados internacionales con una estrategia de globalización propia que ha consistido en concentrarse en países pequeños y medianos en vez de aspirar a conquistar los grandes mercados del norte.
Ahora Dilma está hablando de los problemas que amenazan el crecimiento. “Sabemos que somos afectados por los problemas del mundo”. Esos problemas tienen que ver con las crisis de Europa y las devaluaciones en los países desarrollados que vuelve menos competitivos los productos de los países emergentes. Acentúa con sus manos la gravedad de sus palabras. Aunque aboga por la flexibilización del trabajo, su posición al respecto de una economía abierta es terminante: “Recesión, desempleo y precarización del trabajo no son salidas a la crisis”, sentencia con gesto admonitorio.
Un gran reto para Brasil es convertir los miembros de las nuevas camadas de la clase media en ciudadanos plenos, sujetos de derecho, capaces de pensamiento crítico. Sostiene Dilma que la democracia debe crecer sistemáticamente atendiendo los derechos humanos. Lo cual hace pensar que en un futuro, la presidenta de Brasil pueda jugar un rol más activo en la promoción de los derechos humanos en otros países donde se encuentran amenazados, aunque hasta ahora la cancillería de Itamaratí haya hecho su juego habitual: estar bien con dios y con el diablo.
Se entiende que Dilma está presentando ante el público una cara realista pero sonriente de su país. Hay otros demonios que evade escrupulosamente mencionar como la corrupción que ha consumido buena parte de su capital político o la violencia que sigue siendo un problema endémico y que podría ser una fea verruga en la Copa del Mundo (2014) y las Olimpíadas (2016).
Quizás el demonio con el que le será más difícil lidiar es el del enorme peso que tienen las pensiones de retiro en el presupuestos. De acuerdo con The Economist, los pensionados de Brasil gozan de mejores pensiones incluso que los griegos. El país gasta 13 de su Ingreso Per Capita en retiro, más que cualquier país desarrollado excepto Italia cuya porción de gente mayor es tres veces la de Brasil. Esto significa una enorme traba para un desarrollo amplio a favor de las nuevas generaciones, pues es dinero que deja de invertirse en rubros como educación e infraestructura. Aunque la pujanza económica representa un remanso de tranquilidad, la reforma del sistema de pensiones será no solo una batalla económica, sino también política que podría ser un impuesto muy oneroso para sus propósitos.
En todo caso, Dilma comprende que sin un desarrollo científico y tecnológico la posición de Brasil como actor global siempre será frágil. “Los países ibéricos dan más importancia a la publicación de un ensayo académico que a la de una patente”. Por eso, le asigna un papel preponderante a la economía del conocimiento en el futuro de Brasil. Ella quiere hacer con Internet lo mismo que hizo con la electricidad: llevarla hasta el último hogar del país. En sus planes está crear nuevas universidades e institutos politécnicos que investiguen y desarrollen esas patentes que colocarán a su país a la par de las naciones tecnológicamente avanzadas. La ambición de Dilma, es llegar a tratarse de tú a tú con Estados Unidos, lo que ella llama las dos grandes democracias del continente americano.
Estos son problemas económicos, sociales, educativos y políticos de mucho peso, pero no los desafíos más urgentes. En la agenda de cualquier gobernante serio del siglo XXI debería plantearse la pregunta crucial que la brasilera puso sobre la mesa: ¿cuál es el modelo de desarrollo que permitirá lograrlo de manera sustentable? Obviamente, no hay una fórmula pret-a-porter para los enormes dilemas del desarrollo. Pero Brasil al menos tiene una agenda: “crecer, construir, progresar y proteger”.
Todo esto lo expuso la honorable Dilma Rousseff sin lirismos ni efectos de emoción para arrancar aplausos, con una claridad reveladora y una sencillez casi doméstica, como quien mira el horizonte de un mundo atribulado con los pies en tierra firme y desde la ventana de su casa.
***
Colofón criollo
Aquella tarde terminó con una nota disonante que, sin embargo, dice mucho de los protocolos que constriñen a los presidentes y las pasiones personales que gobiernan a los políticos. En la ronda de preguntas, Dilma respondió a sus interlocutores de manera amable, sabia o graciosa dependiendo del caso. De pronto, formulada por una estudiante venezolana, surgió una pregunta que llamaba la atención. La estudiante le planteaba que hace 10 años había en América Latina dos polos de izquierda, el de Lula en Brasil y el de Chávez en Venezuela. La historia de éxito de Lula ya la sabemos. La estudiante planteaba que, en cambio, Venezuela tenía que enfrentar una alta inflación que devoraba cualquier esperanza de progreso social. Al final le pedía a la mandataria que ofreciera sus recomendaciones sobre la situación venezolana. Dilma se negó de plano alegando que un gobernante no le da consejos a otro y mucho menos sin que se los hayan pedido. Añadió que estimaba mucho a Chávez y le deseaba recuperación de su cáncer, enfermedad que ella también padeció. Al cabo de breves minutos, otro estudiante venezolano tomó el micrófono preguntándole si conocía sobre el caso de la jueza María Lourdes Afiuni, detenida de forma improcedente y vejatoria desde hace dos años y medio por órdenes del presidente Chávez, y por quien han abogado medio mundo desde el Comité de Detenciones Arbitrarias de la ONU hasta el reconocido intelectual y activista político Noam Chomsky. El estudiante le preguntaba por qué siendo defensora de los derechos humanos, no intercedía por Afiuni ante Chávez. Hubo una corta salva de aplausos en la sala. La propuesta descolocó a la presidente, quien, sin embargo, conservó sus cabales argumentando que no conocía el caso y que no estaba dispuesta a hacer política con los derechos humanos. Todo esto recuerda que por encima de los derechos humanos de una jueza sobre la que ha caído abominablemente todo el poder del Estado y la mala leche de un mandatario caprichoso, prevalecen el interés nacional de Brasil, de quien Venezuela es un importante socio comercial, y la amistad personal de Dilma con Chávez. De ahí que, por un instante, Dilma se haya mostrado capaz de acudir al malabarismo y al doble discurso, como la política corrida que es.
En: http://prodavinci.com/2012/04/16/actualidad/la-honorable-super-dilma-rousseff-por-boris-munoz/
El martes de esta semana viví uno de esos extraños instantes que en la pequeña comunidad donde vivo llaman “un momento Harvard”. Iba caminando por el patio central de esa universidad, con la cabeza en las nubes, como suelo hacerlo, cuando mis ojos tropezaron con una cartelera informativa donde había una foto minúscula, pero imposible de no reconocer, de Henry Kissinger, ex secretario de estado norteamericano. Era un panfleto llamando a protestar al día siguiente un agasajo para Kissinger en el teatro Sanders de Harvard. El panfleto le sacaba todos los trapos sucios a quien fuera el segundo hombre del gobierno de Nixon y quizás el estratega político más influyente de los últimos 50 años.
Su expediente es ciertamente horroroso. Kissinger estuvo directamente involucrado en invasiones, golpes de Estado, guerras y masacres en una veintena de países que van desde Vietnam hasta Timor Oriental y con especial sangrienta brutalidad en América Latina, desde Chile hasta Ecuador. El panfleto concluía que en vez de estar siendo homenajeado en Harvard, Kissinger debería estar en la Corte de la Haya. Sin embargo, lo que produjo en mi cabeza una especie de golpe de campana no fue esto en sí mismo, sino que cuando sucedió yo venía de ver hablar a Dilma Rousseff, presidenta del Brasil, quien estuvo presa y fue torturada por una dictadura apoyada por Kissinger.
Las ideas políticas que llevaron a Dilma a la cárcel no son un misterio para nadie. Perteneció a una agrupación de extrema izquierda y combatió de manera acérrima a sus opresores. Luego siguió combatiendo desde la legalidad democrática. Es una izquierdista y lo será siempre. Mientras Kissinger es lo que es y también lo será siempre. Que dos seres tan distintos habiten el mismo tiempo y espacio, siendo ambos recibidos con honores, es algo digno de llamarse un momento Harvard.
Toda una mujer
Dilma Rousseff es la sensación de los presidentes de este atribulado mundo, pues representa la coronación de un largo esfuerzo por sacar a su país del atraso y convertirlo en un importante actor global. Y como ella misma dice, “el orgullo de las naciones emergentes”.
A Dilma se le acredita la hazaña de haber llevado la electricidad a 12 millones de brasileños que vivían a oscuras en pleno siglo XXI.
Al pararse en el podio del Foro de la Escuela Kennedy de Gobierno, se ve a una mujer maciza, de pómulos altos que recuerda en su sencillez a Cesaria Evora y que podría bien ser la estricta pero protectora madre de muchos de los presentes. De diferentes modos encarna el ascenso de las mujeres al poder, algo de lo que ella misma está plenamente consciente pues lo primero que hace al dirigirse al público es enviar un saludo a Drew Faust, rectora de Harvard. La llegada de las mujeres a las máximas posiciones de poder es para Dilma “un elemento de civilización”. “Debemos estar contentos de estar en un mundo en que podemos tener hombres y mujeres presidentes”. Al concluir su discurso comentará: “la mujer de mi generación soñaba con ser bailarina o con ser bombera. Ahora se puede soñar con ser presidenta de Brasil”.
Pero más interesante que eso es saber en que consiste el sueño de la presidenta de un país que ha logrado tan sonoros éxitos en el combate contra la pobreza y el atraso. En los 40 minutos de su discurso, Dilma no ofreció recetas económicas y utopías ideológicas. Tampoco lo contrario. Su visión de lo que Brasil necesita, más que la de un político abrasado por la fantasía de cambiar el mundo, está marcada por un fuerte espíritu economicista orientado por la eficiencia. En realidad, Dilma es política de espuelas y economista con las botas bien puestas, pero ninguna de las dos cosas está por encima de lo que le resulta esencial: el interés nacional. Es decir, los objetivos, la gestión y los resultados que harán a Brasil un país mejor que el que ella encontró al asumir la presidencia.
Dilma comenzó refiriendo que hasta los gobiernos de Lula da Silva había la creencia de que haber vencido el fantasma de la inflación que rondaba Brasil era suficiente. Ella y Lula le niegan Fernando Henrique Cardoso el éxito que obtuvo como estratega de la estabilidad macroeconómica, sin la cual nada de lo que vino después habría sido posible. Para Dilma, antes de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) no había en Brasil una política social que permitiera mejorar la distribución de la renta y disminuir la desigualdad. Sin embargo, la presidenta tampoco pierde el tiempo haciendo oposición demagógica desde el gobierno. Lo central de su reclamo es indiscutible: Lula logró remolcar a 40 millones de brasileros desde la pobreza hasta la clase media. Esto solo fue posible dándole la vuelta al modelo económico e implicó tomar las riendas de la política económica independizándose de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional. Fue una operación tan riesgosa como rentable, pues desde 2003 a la fecha, Brasil no solo liquidó su deuda con ese organismo, sino que cuenta hoy con reservas de 360 mil millones de dólares.
Esa autonomía de acción le permitió crear una política social que a la par de las transferencias de efectivo y subsidios variados estuvo apoyada de una democratización del crédito. Brasil tiene una ventaja sobre otras naciones: es un país industrial, productivo, rico en recursos naturales y con un inmenso mercado interno de 190 millones de habitantes. Todo esto permitió que el combate contra la pobreza estuviera basado en una expansión del mercado interno que frisa el 8% interanual. Con cifras así parece lógico que el país cuyo lema es “orden y progreso” se haya colocado a la vuelta de una década en la sexta casilla de la economía mundial. Pero como dice el refrán primero fue sábado que domingo. A Cardoso le correspondió ordenar, a Lula y Dilma les tocó progresar.
Economía del conocimiento
Dilma habla sin adornos y con gestos fuertes. Es toda una mujer que no anda con sutilezas ni ambigüedades. No tiene el carisma de Lula ni la elocuencia y gran visión de Cardoso. Tiene algo distinto, sin embargo: un enfoque realista y práctico de su país. Su palabras parecen ser la síntesis de un roce de largo tiempo con los problemas que trata. Y da la impresión de tener un instinto silencioso pero implacable de cómo sobrevivir y avanzar en un mundo competitivo y caótico. Para comenzar está consciente de que la deuda social de Brasil es aun inmensa. “No resolvemos todavía las desigualdades”, dijo. Pero tiene una idea nítida de cuál es el camino para resolverlas. Los énfasis que ponen sus manos a su discurso hacen notar aun más sus facciones rectas de búlgara aventada a los trópicos.
Mientras otros mandatarios de izquierda siguen arando en el mar contra los molinos de viento del capitalismo, Dilma ve el horizonte con los pies en la tierra, porque, como ha dicho su compatriota Roberto Mangabeira Unger, la rebeldía, si no tiene un proyecto, fracasará. Quiere “construir un país de clase media a partir de la capacidad de reformarse así mismo”. Habla de eliminar la pobreza como un compromiso ético que solo es posible alcanzar creando más oportunidades para la gente. Y esto, reflexiona en voz alta la mandataria de o melhor pais do mondo, es, en el fondo, un problema económico: fortalecer el crecimiento ampliando el mercado interno y aumentando el consumo. Pero también tener una economía capaz de ganar terreno en los mercados internacionales con una estrategia de globalización propia que ha consistido en concentrarse en países pequeños y medianos en vez de aspirar a conquistar los grandes mercados del norte.
Ahora Dilma está hablando de los problemas que amenazan el crecimiento. “Sabemos que somos afectados por los problemas del mundo”. Esos problemas tienen que ver con las crisis de Europa y las devaluaciones en los países desarrollados que vuelve menos competitivos los productos de los países emergentes. Acentúa con sus manos la gravedad de sus palabras. Aunque aboga por la flexibilización del trabajo, su posición al respecto de una economía abierta es terminante: “Recesión, desempleo y precarización del trabajo no son salidas a la crisis”, sentencia con gesto admonitorio.
Un gran reto para Brasil es convertir los miembros de las nuevas camadas de la clase media en ciudadanos plenos, sujetos de derecho, capaces de pensamiento crítico. Sostiene Dilma que la democracia debe crecer sistemáticamente atendiendo los derechos humanos. Lo cual hace pensar que en un futuro, la presidenta de Brasil pueda jugar un rol más activo en la promoción de los derechos humanos en otros países donde se encuentran amenazados, aunque hasta ahora la cancillería de Itamaratí haya hecho su juego habitual: estar bien con dios y con el diablo.
Se entiende que Dilma está presentando ante el público una cara realista pero sonriente de su país. Hay otros demonios que evade escrupulosamente mencionar como la corrupción que ha consumido buena parte de su capital político o la violencia que sigue siendo un problema endémico y que podría ser una fea verruga en la Copa del Mundo (2014) y las Olimpíadas (2016).
Quizás el demonio con el que le será más difícil lidiar es el del enorme peso que tienen las pensiones de retiro en el presupuestos. De acuerdo con The Economist, los pensionados de Brasil gozan de mejores pensiones incluso que los griegos. El país gasta 13 de su Ingreso Per Capita en retiro, más que cualquier país desarrollado excepto Italia cuya porción de gente mayor es tres veces la de Brasil. Esto significa una enorme traba para un desarrollo amplio a favor de las nuevas generaciones, pues es dinero que deja de invertirse en rubros como educación e infraestructura. Aunque la pujanza económica representa un remanso de tranquilidad, la reforma del sistema de pensiones será no solo una batalla económica, sino también política que podría ser un impuesto muy oneroso para sus propósitos.
En todo caso, Dilma comprende que sin un desarrollo científico y tecnológico la posición de Brasil como actor global siempre será frágil. “Los países ibéricos dan más importancia a la publicación de un ensayo académico que a la de una patente”. Por eso, le asigna un papel preponderante a la economía del conocimiento en el futuro de Brasil. Ella quiere hacer con Internet lo mismo que hizo con la electricidad: llevarla hasta el último hogar del país. En sus planes está crear nuevas universidades e institutos politécnicos que investiguen y desarrollen esas patentes que colocarán a su país a la par de las naciones tecnológicamente avanzadas. La ambición de Dilma, es llegar a tratarse de tú a tú con Estados Unidos, lo que ella llama las dos grandes democracias del continente americano.
Estos son problemas económicos, sociales, educativos y políticos de mucho peso, pero no los desafíos más urgentes. En la agenda de cualquier gobernante serio del siglo XXI debería plantearse la pregunta crucial que la brasilera puso sobre la mesa: ¿cuál es el modelo de desarrollo que permitirá lograrlo de manera sustentable? Obviamente, no hay una fórmula pret-a-porter para los enormes dilemas del desarrollo. Pero Brasil al menos tiene una agenda: “crecer, construir, progresar y proteger”.
Todo esto lo expuso la honorable Dilma Rousseff sin lirismos ni efectos de emoción para arrancar aplausos, con una claridad reveladora y una sencillez casi doméstica, como quien mira el horizonte de un mundo atribulado con los pies en tierra firme y desde la ventana de su casa.
***
Colofón criollo
Aquella tarde terminó con una nota disonante que, sin embargo, dice mucho de los protocolos que constriñen a los presidentes y las pasiones personales que gobiernan a los políticos. En la ronda de preguntas, Dilma respondió a sus interlocutores de manera amable, sabia o graciosa dependiendo del caso. De pronto, formulada por una estudiante venezolana, surgió una pregunta que llamaba la atención. La estudiante le planteaba que hace 10 años había en América Latina dos polos de izquierda, el de Lula en Brasil y el de Chávez en Venezuela. La historia de éxito de Lula ya la sabemos. La estudiante planteaba que, en cambio, Venezuela tenía que enfrentar una alta inflación que devoraba cualquier esperanza de progreso social. Al final le pedía a la mandataria que ofreciera sus recomendaciones sobre la situación venezolana. Dilma se negó de plano alegando que un gobernante no le da consejos a otro y mucho menos sin que se los hayan pedido. Añadió que estimaba mucho a Chávez y le deseaba recuperación de su cáncer, enfermedad que ella también padeció. Al cabo de breves minutos, otro estudiante venezolano tomó el micrófono preguntándole si conocía sobre el caso de la jueza María Lourdes Afiuni, detenida de forma improcedente y vejatoria desde hace dos años y medio por órdenes del presidente Chávez, y por quien han abogado medio mundo desde el Comité de Detenciones Arbitrarias de la ONU hasta el reconocido intelectual y activista político Noam Chomsky. El estudiante le preguntaba por qué siendo defensora de los derechos humanos, no intercedía por Afiuni ante Chávez. Hubo una corta salva de aplausos en la sala. La propuesta descolocó a la presidente, quien, sin embargo, conservó sus cabales argumentando que no conocía el caso y que no estaba dispuesta a hacer política con los derechos humanos. Todo esto recuerda que por encima de los derechos humanos de una jueza sobre la que ha caído abominablemente todo el poder del Estado y la mala leche de un mandatario caprichoso, prevalecen el interés nacional de Brasil, de quien Venezuela es un importante socio comercial, y la amistad personal de Dilma con Chávez. De ahí que, por un instante, Dilma se haya mostrado capaz de acudir al malabarismo y al doble discurso, como la política corrida que es.
En: http://prodavinci.com/2012/04/16/actualidad/la-honorable-super-dilma-rousseff-por-boris-munoz/
Comentarios